miércoles, 4 de septiembre de 2013

LO VERDE DE LA JACARANDA




Entre la lluvia y el sol,
las hojas de la jacaranda
nos muestran
un decidido esplendor.

Se mueven como colas
de ave presumida,
se pavonean.
Hacen algarabía
de cien pies en el aire,
cuchicheo de luz.

Dialogan con el viento,
le dicen lo que sucede
cuando las flores moradas
ya se han caído;
cuando las semillas
anchas y planas
también volaron
y la rama nos muestra,
agitada, en cada hoja
venas diminutas.

Del árbol cuentan
el doble trazo de herida,
de cicatriz cosida a la vista 
del aire donde estuvo la flor.

Dialogan con el viento,
o se le escapan:
permanecen arropadas
por su tropel, su follaje,
por su intensa
y diminuta proliferación.

Sonríen de arriba abajo,
lo mismo a la sombra que a la luz.
Pero sus hojas son tan delgadas
y tan frágil su ejército de enveses
que en vez de simplemente iluminarlas,
pareciera que la sombra las borra
mientras las incendia el sol.

Ellas dialogan sin cesar
con el viento desinhibido
pero sólo en voz baja,
con su lento abanico,
el aire leve  pronuncia
el nombre de la jacaranda
cuando no está en flor.