miércoles, 10 de abril de 2013

UN RAYO DE LUZ DE INVIERNO



En el templo de la montaña sagrada,
muy afuera de Beijing,
mientras la nieve se acumula sobre los tejados
y rompe las flores de piedra que los sellan,
los peces se abren paso entre el hielo del estanque
para atrapar el vuelo de los insectos.

La piedra que se rompe como hielo
los hielos como piedras golpeadas,
despiertan de mal humor
al temido tigre de tierra
que cuida en sueños
las cisternas del templo
y nos lanza una mirada desafiante.


Hileras de dragones grandes y pequeños
desde el techo escuchan
el diálogo del bambú y el viento,
y el lento monólogo de la nieve
que cae y cae
llenando los rincones de los patios.

En la terraza color de sangre y tierra
y jugo de granada,
la mesa de porcelana azul está puesta
con sus cuatro bancos como toneles,
uno por cada dirección del universo.
Se supone que vendrán dioses
de los horizontes más lejanos
invocados y apaciguados
por ofrendas de incienso espiral
que se quema muy lentamente.

Hasta ahí todo lo extraordinario
era ordinario.
Pero cayó de pronto un rayo
de sol de invierno
sobre la nieve del techo
desenterrando su brillo dorado.
La misma luz hizo eco
al fondo del río sin agua
y surgió ante nuestros ojos,
envuelto en una tela brillante
recién tejida de esa luz
y de otras muy antiguas,
un buda de pie sobre una roca
al lado del puente de piedra.
Casi una llama,
envuelto en sí mismo,
viéndolo todo y no viendo nada,
con su sonrisa de piedra
y el gesto de la mano que apacigua,
arde en silencio
y despierta en
quien con calma lo mira,
su propia llama.